Reclamo mi derecho a explicar Wittgenstein, Nietzsche y Foucault en plena misa dos veces por semama. Quiero comentar textos de Platón y Kant en una mezquita. Solicito decorar una sinagoga con fotocopias de la Investigación Sobre el Entendimiento Humano de Hume. Y quiero que todo esto lo pague cada Iglesia.
¿Absurdo? ¿Irrespetuoso? El mezquino cálculo electoralista de unos y otros no permite que de una “santa” vez salga la religión del sistema público de enseñanza de un Estado laico. La maniobra de introducir alternativas al cristiano-catolicismo en las escuelas no es sino una forma más, y hay muchas más que iré tratando, de fingir tolerancia de cara a la galería. En realidad se trata de seguir vendiendo el sistema educativo al mejor postor de la papeleta en la urna. Es un nuevo tipo de sufragio, no el universal, sino el divino. No un hombre un voto, sino un dios, cientos de miles de votos, varios dioses, millones de fieles papeletas. Mi compañera de instituto es tolerante, abierta y razonable, pero he visto por ahí, en escuelas mantenidas con fondos públicos, algunos profesores de religión cuya actitud me recordaba a diario la salvaje evangelización que en otro tiempo protagonizamos con los “impíos indígenas” americanos. Si de verdad la religión es un hecho privado en un Estado laico, no hay forma de entender esta rémora histórica de asignaturizar las creencias en la escuela de todos. No me sirve el argumento del patrimonio cultural que las religiones han dejado a nuestra civilización: arte, escultura, música, etc. Porque todo eso se puede explicar en Historia, Dibujo, Música, etc. Igual que también puede explicarse el enorme daño que, en muchos casos, han hecho las religiones, todas, a la historia de nuestra cultura. ¿O todo ha sido positivo?
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